La montaña partida
En un lugar que solo los sueños pueden alcanzar, una cordillera de impresionantes montañas se alzaba altiva y orgullosa por encima de las nubes. Sus picos afilados se pasaban el día rivalizando por ver quien era más alto y a base de aludes y desprendimientos, se iban alternando la soberanía. Así acaban puntiagudos como espinas, con sus depresiones y sus valles dispersos por su cuerpo mutilado.

En la cumbre de una de las montañas más bajas y tranquilas, ajena al politiqueo de sus mayores, estaba situada una idílica casita de campo roja y blanca. La orgullosa naturaleza había querido otorgar a esta montaña en particular una profunda grieta que descendía a través de la roca dividiéndola en dos partes. Al otro lado de la abertura, se había quedado aislada otra casita parecida a la primera con el tejado negro.

En la de color rojo vivía una niña con su madre y su abuelo. A la niña le gustaba correr por el prado, seguir a las hormigas y dar de comer a las gallinas, pero nada era comprable con la grieta. Su madre siempre le advertía que no se acercara a su borde, pero ella, rebelde y curiosa como son las niñas, no podía obedecerla.

Solía asomarse por el saliente para ver el fondo pero nunca conseguía verlo, puesto que, por muy despejado que estuviera, siempre estaba cubierto de niebla. Le gustaba sentarse allí con las piernas cruzadas, observando los vilanos de los dientes de león volar por el aire hasta perderse en las nubes.

Un día, mientras le arrancaba los pétalos a una margarita, reconoció entre los susurros del viento una melodía que no había escuchado nunca. Sorprendida, dejó caer la flor y se levantó de un salto para acercarse a la orilla de la grieta. Al otro lado de la abertura podía distinguir la silueta de un chico de su edad que estaba sentado en el suelo con un instrumento en sus manos. El aparato tenía una forma redondeada y lo sujetaba por un mango largo y ancho. Ella, que lo máximo que sabía de música era lo que la montaña le había enseñado, no supo de qué se trataba, pues nunca había oído nada igual.

Embelesada, se sentó en el borde del abismo con las piernas colgando y se dedicó a escuchar. Quién sabe cuánto tiempo estuvieron en esa posición, él tocando ese artefacto mágico a un lado de la grieta y ella al otro, moviendo los pies al son de la música. Hasta el viento parecía haberse detenido a escuchar.

A esa vez le siguieron muchas otras y así, día tras día, los dos pequeños acudían a ese mismo lugar sin apenas poder verse entre la niebla, unidos por la música. La niña se dio cuenta de lo sola que se había sentido sin saberlo hasta entonces y comenzó a experimentar sensaciones que jamás hubiera sabido que existían de no ser por esos encuentros. Se dio cuenta de que, si algún día no podía ir, notaba un gran vacío en su interior y cuando estaba en casa se apenaba por no poder estar junto a él, preguntándose si habría algún modo de cruzar la grieta.

Era una tarde de otoño cuando ocurrió. La niña se encontraba ayudando a su madre con los cochinos cuando sintieron de forma evidente que el suelo se movía. Asustadas, corrieron en busca de su abuelo, a quien la edad le había arrebatado la agilidad de su nieta, y lo ayudaron a salir de la casa mientras la tierra temblaba más y más fuerte. Un ruido estrepitoso les hizo lanzar un grito de alarma y vieron, con horror, como la casa empezaba a desmoronarse.

Abrazándose entre sí para no separarse, trataron de alejarse todo lo posible y se agazaparon en el prado, donde nada podía alcanzarlos. El suelo entonces comenzó a inclinarse y tuvieron que levantarse para poder aferrarse a un árbol. La madre alcanzó un tronco y se sujetó con mucha fuerza, agarrando a su padre con el otro brazo, quien a su vez sujetaba a la niña. A medida que la tierra se iba inclinando, trozos de tejas, maderas y algún que otro animal pasaron rodando a su lado y la niña los vio caer a todos por la grieta, con sus delgadas piernecitas al aire y sin despegarse de la mano de su abuelo.

Y cuando parecía que la madre ya no podría aguantar mucho más tiempo, un estruendo aterrador resonó por todo el valle y el suelo se estabilizó. Los tres aterrizaron sobre la hierba de golpe y miles de vilanos de diente de león volaron por los aires.

Al levantarse del suelo, la niña se giró hacia atrás y se dio cuenta de que la grieta había desaparecido. La montaña había estado inclinándose hacia su otra mitad hasta chocar con ella y ahora ya nada separaba las casitas de campo.

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Posted on: sábado, 19 de mayo de 2012 23:24 by Ce-L → 0 comments / ++



El final de Patrick Andersen
(Fanfiction del foro de rol Lune Noir)

La reunión había comenzado hacía rato, pero Patrick se había mantenido ausente desde su inicio, sentado en su sillón, justo al lado de una ventana clausurada, sumiso en sus propios pensamientos. El pulgar de su mano izquierda se movió inconscientemente en busca del anillo del anular, pero se detuvo a medio camino al recordar que ya no había nada ahí. Cerró la mano en un puño y se la cubrió con la otra en un intento protegerla del daño que ese hecho le causaba.

Mientras tanto, la verborrea de sus compañeros de Hermandad continuaba de fondo como el siseo de una mosca molesta. Ninguno de ellos se atrevía ya a pedirle su atención, la edad y la experiencia le habían concedido ese privilegio. Hacía algunos años que se había jubilado del cuerpo, pero continuaba yendo a esas tediosas tertulias de su otro empleo y había dejado muy claro que no pensaba dejarlo.

Una vez las voces se acallaron y dieron por finalizada la sesión, el viejo jefe de policía se levantó con ayuda de su bastón y se dirigió a la puerta. Por el camino, uno de los más jóvenes se le acercó y se ofreció a acompañarle a casa.

—Oh, muchas gracias, quería pasar antes por el cementerio, si no es molestia —le contestó él. El muchacho le respondió que lo haría con gusto y le ofreció un brazo que el anciano rechazó.

Al salir a la calle, el polvo y la suciedad de la calle les abrigó a ambos como un viejo amigo y Patrick se apresuró a cubrirse la nariz con la bufanda. Los edificios medio derruidos de los costados, unidos con las nubes del cielo, le daban al ambiente un color gris que ya era parte de la naturaleza de Nueva Orleans. Coches abandonados, papeleras derrumbadas por el viento, farolas parpadeantes y charcos humeantes de diferentes tonalidades de verde eran el complemento restante.

Ya casi no había gente en la ciudad de Louis Armstrong y la poca que quedaba vivía cobijada en los refugios que ofrecía la Hermandad, temerosa de los seres que se habían apoderado de la ciudad. El cuerpo de policía se había mudado a uno de estos refugios y colaboraba fielmente con la cofradía. Su propio discípulo dirigía ahora el cotarro de la mejor manera que lo hubiera podido hacer alguien en su situación.

Muchos habían huido, otro tanto había perecido. Pero él seguía ahí, incansable, luchando por una justicia que parecía haberlos abandonado a todos. Y no pensaba rendirse. Por ellos, por los que ya no estaban allí, por su mujer, por todos. 

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Posted on: miércoles, 22 de febrero de 2012 22:32 by Ce-L → 0 comments / ++



En el exterior
El sol resplandece con fuerza desde su reino en el cielo y sus rayos juguetones me abrasan con malicia. Los focos del campo están ahora durmiendo, a la espera de la magnánima Luna. En el estadio casi no hay nadie y apenas se pueden oír las conversaciones de las madres en el bar. Feliz de poder permanecer unos segundos en calma, inspiro profundamente el olor a hierba húmeda que me trae el viento fresco. Cierro los ojos que tanto han vivido y tan poco mundo han visto, e imagino que sobrevuelo la ciudad como un pájaro: libre y omnisciente. 

Mi tranquilidad dura poco. Veo como un jugador se me acerca corriendo, tras haber cogido carrerilla, y me chuta con potencia. La fuerza hace que me eleve por los aires unos metros y que me estampe contra la red del fondo. Apenas me duele, ya que tengo la piel de un cuero muy duro y grueso, aunque ya está un poco desgastado. Ahora estoy a la sombra de un jayán que cubre con su manto de tinieblas más de la mitad del campo. Todas las mañanas, el gigante baña el recinto por completo con una oscuridad escalofriante, sin embargo, cuando cae la tarde y el sol se coloca al frente, retira sus sábanas lentamente y las deposita a su espalda. 

Alguien me ha cogido en brazos y me ha plantado en un círculo blanco pintado delante de la portería. De nuevo, el jugador corre unos metros y me vuelve a golpear con el pie en toda la espalda. Esta vez, en cambio, no he recorrido tanto espacio y he acabado a los pies de otro deportista. Y así, yendo de unos zapatos a otros, voy atravesando el terreno esponjoso como si bailara una enérgica danza. 

De repente, un muchacho furioso me impulsa con demasiada fuerza y sobrevuelo las gradas, sintiéndome observado por todo el público. Paso por encima de una señora que le estaba sacudiendo el polvo a su hijo pero que gira la cabeza para verme; veo al hincha fiel, con su tambor y su trompeta, mirándome embobado; distingo el marcador, ahora apagado y la verja, la verja... Por fin caigo con un golpe seco al suelo y me doy cuenta de que no es blando, ni liso, ni huele bien. A mi pesar, me pongo a rodar sin control, impulsado por la incesante fuerza de la gravedad que me conduce calle abajo. 

A mi izquierda veo la calzada por donde desfila un cruel y despiadado ejército, pero va demasiado deprisa para poder distinguirlo bien. Empiezo a ver todas las imágenes desenfocadas a causa de la velocidad que he adquirido. Ahora ya solo veo manchas de colores y ruidos ensordecedores. Estoy mareado y parece como si me fuera a estallar la cabeza. Me da la sensación de que el tiempo pasa demasiado deprisa y sin control, de que solo soy un peón en una gran mesa de ajedrez de la cual yo no puedo mover ficha. 

Con horror, veo como me dirijo involuntariamente hacia la procesión de la tropa de metal. Intento frenar en vano, pues no tengo nada con que hacerlo. Súbitamente, tropiezo con el bordillo y me desplomo en la calzada. Cada vez estoy más cerca de esas ruedas malignas sin sentimientos que solo piensan en rodar, indiferentes a lo que haya delante suyo. Miro a la izquierda y veo, horrorizado, el lugar de donde salen estos seres siniestros. Un túnel de oscuridad se abre en la pared, iluminado únicamente por unas tenues luces colocadas en los muros. Supongo que aquello debe ser lo que los jugadores llaman la Ronda del Mig.

Ahora un fugaz silencio se ha apoderado de la calle, pero debe ser la calma de antes de la tempestad. ¡Ah! Oigo una voz conocida. Me giro hacia ella y veo a alguien con una camiseta blanca y un triángulo invertido de color azul. El traje de mi equipo de fútbol. He ahí mi salvación. Esperanzado, espero a que se acerque.

De pronto, oigo un gruñido espantoso procedente del túnel. Un enorme armatoste se dirige hacia mí amenazadoramente. Sus ojos brillan en la oscuridad con tanta fuerza como los focos del estadio. Me doy cuenta de que ya no hay vuelta atrás, me ha elegido, yo soy su presa y nada le va hacer cambiar de opinión. Puedo sentir el ruido que produce el rozamiento de las ruedas en el asfalto, ese olor a combustible y hasta el calor que provoca. Va a por mí.

Justo en el momento en que las ruedas del monstruo me van a devorar, giran levemente a la derecha y yo paso entre ellas. Maravillado, contemplo los mecanismos del depredador, los bajos del chasis, el cárter, el tubo de escape… Al fin se ha ido y el impulso me hace botar. El jugador se acerca y me coge en brazos con alegría, como haría una madre que estuviera aliviada de que no le haya pasado nada a su hijo.

Cuando se lo explique a mis amigos no se lo van a creer. Ha sido la experiencia más excitante de mi vida. 

Premio Concurs Literari de Sant Jordi 2010, IES La Sedeta

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Posted on: sábado, 22 de enero de 2011 16:36 by Ce-L → 0 comments / ++



La muerte en una noche invernal
Esta vez, se trata de un relato que escribí para un concurso de un foro de rol. En el escrito tenía que aparecer al menos una bruja y una persona sin poderes, además de que se habían de mencionar los siguientes objetos: un caldero de peltre, unas chinelas de la abuela, un lápiz de color marrón y un turrón sangranarices. Espero que os guste. Me inspiré un poco en la Regenta y en un cuento de Onelio Jorge Cardoso.


La muerte en una noche invernal


El olvidado pueblo tiritaba de frío. El viento del norte arrastraba con furia la nevada que rasgaba las ventanas heladas de las casas. Las calles estaban desiertas y no se escuchaba más que el rumor de la ventisca infiltrándose por los recovecos de las casas, revoloteando como mariposas que se buscan y huyen, serpenteando por la calle mayor y husmeando en las mirillas de las puertas. En el centro, la iglesia sobresalía de entre sus convecinas, imponente toda ella a pesar de sus múltiples imperfecciones, arropada por ese manto blanco que cubría todos los tejados. Las campanas descuidadas pregonaban en tono lúgubre la llegada de la nochebuena y si uno se arrimaba a la luz de las viviendas, se podía oír el entrechocar de los cubiertos y el jolgorio de sus habitantes, riéndose a carcajadas o vociferando recados desde el salón a la cocina.

Era en un día como aquel cuando la muerte, con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano gangrenada en el bolsillo, apareció a través de la niebla en el centro mismo de la plaza del pueblo, tan blanca como la nieve que yacía a sus pies, tan letal como ella misma. Despacio, comenzó a caminar calle abajo en dirección a la casa que se situaba en el borde de la villa, donde, según decían, vivía doña Agustina. Una vez hubo llegado a la entrada y viendo a través de los cristales empañados que entre toda la familia que estaba allí reunida no había ni rastro de la anciana bruja, no tuvo más remedio que llamar a la puerta y esperar. Le abrió una mujer con una sonrisa de oreja a oreja y rubor en sus mejillas, efecto probable del cava, y pareció algo sorprendida al no identificar al visitante, puesto que ahí todos se conocían. 

—Santas y buenas noches—le dijo la muerte con sus modales arcaicos—. Ando buscando a doña Agustina, tengo entendido que reside aquí. 

La señora, sin dejar de sonreír, echó un rápido vistazo a sus espaldas, casi en un acto reflejo, buscando a la abuela. La mesa había sido extendida y la rodeaban diversas sillas de diferentes tipos, ya que no debían de tener tantas del mismo modelo, en las cuales se situaban los hambrientos comensales, sofocados por el calor de la chimenea y el abundante alcohol que habían ingerido. En el suelo, tres niños pequeños se peleaban con lápices de colores, pintándose mutuamente de marrón y verde, mientras a su lado los papeles se volaban por la brisa que entraba por la puerta.

—¡Ah, sí! —exclamó entonces la mujer, recordando—, ha ido a visitar a su hermana, allá en las Cuatro Esquinas. La pobre no se puede ni levantar de la cama…

Y así, dándole las gracias, echó a andar por el mismo camino por el que había venido. Al pasar de nuevo por la plaza vio a un grupo de muchachos que se reían con ganas y la muerte se giró hacia ellos con curiosidad. Un chaval regordete muy abrigado tenía alzada la cabeza y se sujetaba la nariz con los dedos como si fueran unas pinzas, mientras les lanzaba groserías a sus compañeros. Su bufanda estaba teñida de rojo, al igual que sus manos y, aplastado contra la tierra, había un turrón mordisqueado. Sin duda, el pobre niño había sido víctima de una broma pesada.  Luego, continuando con la burla, uno de los chicos le dio un pequeño empujón a otro indicándole algo y todos salieron corriendo, dejando solo al ensangrentado, pasando frente a la muerte sin ni siquiera reparar en ella. Ésta les dirigió una mirada de reproche y se dijo a sí misma que ya se las verían cuando fueran mayores.   

Una vez en las Cuatro Esquinas, volvió a golpear la puerta y esta vez fue una joven morena quien le abrió, la cual supuso que se trataba de la cuidadora de la anciana. Dentro hacía bastante calor y se podía ver que, sobre el fuego de la chimenea, bullía agua en un caldero de peltre mientras un cucharón la removía sin ayuda de nadie.  

—Buenas noches, ¿no estará aquí, por casualidad, doña Agustina? —le preguntó alzando una ceja.

—Ya verá usted —le contestó ella con un fuerte acento rumano—, que la señora se acaba de ir con don Manuel, el párroco, para ayudarle con no sé qué de la iglesia.

En esto que la muerte volvió a darle las gracias y se dirigió esta vez a la casa de Dios, que por suerte estaba cerca. Pero el destino no estaba de su parte ese día y le volvieron a decir que se acababa de marchar, esta vez a casa de los Molineros, a llevarle unas medicinas al pequeño de la familia. Aquello ya empezaba a fastidiar a la muerte, la cual tenía una agenda muy apretada, sobre todo aquellos fríos días de invierno, y se preguntaba cómo podía tener tanta energía una señora mayor como ella.

Aun así, fue al caserón y allí volvieron a darle una nueva dirección, pues le indicaron que se había ido. Exasperada, iba cada vez más deprisa, ya sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se asomaba bajo el ala del sombrero «¡Vieja bruja, dónde te habrás metido!» pensaba la muerte.

Caminó y caminó, sin lograr hallarla hasta que unas nuevas campanadas avisaron de la hora.

—¡Imposible, qué tarde es! A este ritmo no voy a poder hacer todo… —protestó. Y, tras estas palabras, tomó la muerte el camino de vuelta, maldiciendo.

Mientras, al otro extremo del pueblo, doña Agustina, vestida con un sencillo abrigo de paño, un sombrero calado hasta las orejas y unas simples chinelas en los pies marchaba a paso rápido por la calle, cuando un viejo conocido pasó a su lado y, sonriéndole, saludó cariñosamente:

—¡Agustina! ¿Es que no te vas a morir nunca?

Ella se giró hacia él con una risita y le contestó:

—¡Quita, quita! Con la de cosas que tengo que hacer, no tengo tiempo para eso.


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Posted on: miércoles, 8 de diciembre de 2010 13:33 by Ce-L → 0 comments / ++



La barca de Caronte
No debería haberle dejado, no debería, no debería… Ya lo hice la otra vez y obtuve mi merecido. ¡Por todos los dioses! ¡Fue horrible! Y voy yo y… y… Maldita sea, este hombre me va a traer problemas, muchos… Ah… qué dulce melodía… es tan triste... realmente sufre mucho… Bueno, supongo que no pasará nada. Solo le he pedido otro precio, aunque no es una rama de oro. Los humanos son tan frágiles… tan predecibles… Ha aceptado con decisión, pero no lo conseguirá… ¡Ja! Pobre infeliz, ha caído en mi trampa como un necio. Al menos rema rápido, no como el del otro día. ¡Por Hades! qué lento remaba, se llevó unos buenos latigazos.

Pero… ¿y si me ven? Este hombre hiede a humano innegablemente. Si alguno de ellos repara en él, me castigarán como me pasó con el salvaje Heracles. Aún recuerdo la paliza que me dio. Fue injusto lo que me hicieron, no tuve elección entonces. Al menos con éste conservo todos mis huesos. Parece que trae instrucciones de alguien, noto alguna cosa en él que lo diferencia de los otros humanos. Algo me dice que no lo voy a volver a ver una vez haya salido de aquí. Es inmortal. ¿Qué monstruo le ha hecho eso? ¿Quién ha osado quitarle el bien más preciado de los mortales? Ah… lo que daría yo por ser como ellos. Estoy cansado de llevar de un lado para otro las almas, de discutir con los pobres, de hacer callar a los espectros que no paran de quejarse…

¡Si al final le voy a tener que agradecer a este hombre que haya venido! ¡Oh! Parece que ya la ha encontrado. Se abrazan como un solo ser. Igual me he equivocado, él es fuerte, quizás resista la prueba. El precio. Ojalá sea así, después de todo lo que ha sufrido… ¡Puf! ¿Pero, qué me pasa? Me estoy volviendo un sentimental. Su música me confunde, eso es. Supongo que habiendo escuchado sólo los cantos fúnebres de las almas, cualquier música me parece una delicia. Pero no, no es eso. Su música también es triste y en cambio me conmueve. Tiene talento.

Vamos, rápido, volved… no quiero que me descubran… Ella está cansada y hasta se tiene que apoyar en la pared para caminar. Oigo cómo él le da ánimos. Ya están cerca de mi barca… Lo sabía, sabía que se caería. ¡¿Pero qué…?! ¡El muy necio se ha girado! ¡Algo tan sencillo como eso, un precio tan infinitamente ridículo, y él no puede pagarlo! Déjalo, Eurídice ya ha desaparecido. ¿Creías que bromeaba? Sólo el eco escucha ahora el trágico lamento de Orfeo.

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Posted on: martes, 16 de noviembre de 2010 17:47 by Ce-L → 0 comments / ++



Ese perfecto imperfecto
Experiencia es el nombre que le damos a nuestros errores. No en vano el método de ensayo y error es el más extendido sistema de aprendizaje, siempre y cuando se acepten los fallos cometidos, y es gracias a éste que podemos madurar como personas. Pero los humanos somos seres imperfectos y como tales, tenemos la capacidad de tropezar dos veces con la misma piedra. Y tres. Y cuatro. Dicen que a base de palos se aprende. No sé, supongo que soy demasiado joven para saberlo. En lo que sí me he fijado es en esa búsqueda constante por alcanzar la perfección, esa energía inagotable que tenemos los hombres por llegar a ser algo que nunca seremos. He reparado en los deseos de la gente que me rodea, esas personas a las que veo cada día y quienes me inspiran tanto: mis compañeros de clase.

A mi edad, todo es de color verde esperanza y la mayoría tienen grandes visiones de futuro, inciertas en ocasiones, teñidas siempre en ese matiz de gloria común. Tan enfocados están -o estamos, dado que yo también puedo incluirme en este colectivo- en nuestro futuro que olvidamos el presente y sólo cuando el vil tiempo pasa nos damos cuenta de todo lo que podríamos haber hecho. Es entonces cuando nos arrepentimos (¡Cuán inútil y doloroso es este sentimiento!) y en vez de aprender de nuestros errores, un verano más pasa y de nuevo volvemos a repetir la jugada. Así vamos continuando a trompicones hasta que llegue la hora de la verdad, hasta que llegue ese día en el que nos tendremos que jugar nuestro futuro a una moneda. Aquellos que ya pasaron por eso y fracasaron nos alarman, y los que lo superaron con éxito, nos aconsejan.

En cualquier caso, nuestras aspiraciones no acaban nunca. Siempre queremos mejorar, siempre hay algo que queremos cambiar, acciones que queremos rehacer o deseos ficticios que nunca podremos alcanzar. Así pues, esos sueños debemos de transformarlos en perseverancia y voluntad, no hay que hundirse y seguir fantaseando, ya que eso sólo conduce a un bucle sin sentido del que es muy difícil escapar. Algo que a mí realmente me funciona para conseguirlo es la competitividad. Me comparo con alguien que considero que es mejor que yo y lucho por alcanzarlo, enfadándome conmigo misma cuando no lo consigo e intentándolo de nuevo una y otra vez. La vida laboral no es nada más que eso, en el fondo, una carrera de obstáculos a contrarreloj en los que todo se basa en la competencia. Y para que la gran red del mundo continúe funcionando, todos debemos tejer nuestra pequeña parte y no dejar que esos agujeros crezcan y lleguen a desmoronar el entramado.

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Posted on: lunes, 15 de noviembre de 2010 22:41 by Ce-L → 0 comments / ++



McHungry - not lovin’ it

Esta fotografía fue tomada el 12 de marzo de 2005 por Dick Cheney quien rápidamente la colgó en la web DeviantART. Lo primero que pensé al verla fue: “¡Oh, que bien! He encontrado la imagen perfecta para mi redacción”. En cambio, cuando la inserté en una página en blanco, escribí el titulo y empecé a pensar, me di cuenta de mi error. Realmente no hay mucho que decir sobre ella, pues es una de esas fotografías que ya lo dicen todo. Como ya sabe, “vale más una imagen que mil palabras”.

¡Pero, escuche! ¿No lo oye? Son los pasos de la gente entrando y saliendo del McDonald’s ¿Y ahora? ¿No oye la moneda del pordiosero rodando por la lata? Y mientras, la multinacional se infla, se expande, conquista y aplasta. Es como un gigante que camina a sus anchas por el mundo, con un pie en Estados Unidos y el otro en Japón, da un paso y llega a Europa. Entre ellos los humanos, como ratoncillos, correteamos de arriba abajo rindiéndole pleitesía. Otros, sin embargo, intentan escabullirse manifestándose o creando organizaciones y partidos, pero al final todos acaban igual. La multinacional estira de un hilo y los rebeldes que han conseguido un mínimo de poder cambian misteriosamente de opinión.

Es lo que hace el dinero. Desde el empresario del rascacielos hasta la prostituta de la esquina van movidos por él. Su estilo de vida, sus amistades, su manera de vestir, su manera de trabajar y de comportarse, todo lo elige el dinero. Si tienes mucho eres un superficial y si tienes poco, un desamparado. Fíjese en el mendigo de la fotografía ¿Cuántas veces hemos pasado al lado de uno? Y cuando lo hacemos, o bien pensamos “pobrecillo” o bien continuamos caminando sin mirarlo para no tener remordimientos. Porque a la hora de la verdad, pocos se dignan a ayudarlo.

Posiblemente, cuando los empleados del McDonald’s salgan para cerrar el establecimiento, mirarán al mendigo con cara de pena y pensarán: “lo siento, amigo, yo no puedo hacer nada, bastante tengo con llegar a fin de mes”. El pordiosero le devolverá esa sonrisa humilde (pero amarga a la vez) que se le congeló en el rostro hace años y el trabajador se irá. “Podría ponerse a trabajar”, pensarán algunos. Pero cuando no tienes ni hogar, ni educación, ni recursos, encontrar empleo puede ser una tarea prácticamente imposible de realizar.

Por todo esto, a los hacedores de McHungry’s, don’t love them.

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Posted on: lunes, 11 de mayo de 2009 2:07 by Ce-L → 0 comments / ++